Elegir el tema de un editorial nunca es sencillo. Algunas ideas asomaban con fuerza. Podía escribir sobre la necesidad de que se reconozca oficialmente el trabajo social sanitario, sobre el rol docente de la profesión o sobre el escaso apoyo institucional a la investigación. También era posible disertar acerca de los cuidados paliativos pediátricos, que es mi ámbito de intervención. Pero entonces pensé que quizá se esperaba de mí una reflexión con perspectiva ética sobre las realidades sociopolíticas de actualidad, esas a las que canta Ismael Serrano: “las cotidianas tristezas, la de los supermercados, la del metro y las aceras, también las que me quedan lejos, las de los secos desiertos, las de las verdes selvas”.
Pero no sé cómo hacerlo. Porque cada palabra nos sitúa, y cada silencio, cada mirada, también. Parece que últimamente se nos pide, para cada gran o pequeño tema, un posicionamiento, un gesto simbólico de compromiso. Y, sin embargo, ¿es necesario? Los principios éticos del trabajo social son nuestro contexto de intervención: ya miramos a las personas que acompañamos buscando siempre la igualdad, la justicia, la dignidad. Si ya está en nuestra esencia, ¿qué sentido tiene repetir una y otra vez, en los pasillos, en redes sociales, sobre el papel, que estamos en contra de la guerra, del racismo, del sexismo, de la inseguridad y el incivismo, de la falta de oportunidades, de la desigualdad, de la discriminación y de la opresión? El riesgo de este tiempo es confundir el tuit con la acción, el manifiesto con la intervención. Nos convertimos en estenotermos sociales, incapaces de sobrevivir más allá de un rango único de certezas.
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